jueves, 11 de marzo de 2010

Atlético y Biblioteca

Inaugurando una nueva sección, el Blog de la Pasión Albirroja te presenta el siguiente cuento que trata de un personaje muy especial en las canchas de fútbol. Quizás no estemos habituados a verlo en las canchas en las que seguimos a la Gloriosa Institución, pero los que de vez en cuando concurren a un estadio de Primera División o un par de categorías más bajas sabrán de que se trata. "El Cocacolero Mudo" por Alvaro Fraiz es el primero de una tira de cuentos de la que cualquiera de ustedes puede participar. Que lo disfruten. Mañana 'La Previa'.

EL COCACOLERO MUDO (por Alvaro Fraiz)

Y bueno viejo, el tipo se lo merecía. ¿Vos sabés lo que es soportar todo lo que soportó él? Treinta y tres años, hermano. Treinta y tres años que no se perdió un partido de local. Estuvo presente en todos, llueve, truene o caiga piedra. No faltó ni una vez. Y en esos cientos de partidos nunca había podido gritar un gol. Nunca, eh. Jamás.

Osea, en realidad en una parte era comprensible, porque el loco era el cocacolero de la popular visitante, viste. Toda una vida trabajando ahí, con el enemigo. Lidiando con tipos que desean que el fútbol te amargue toda la semana, escuchando cómo insultan a tus ídolos y a tu club, y el tipo ahí, nunca un paso en falso. Yo no entendía cómo hacía. Cómo contenía esa explosión que te viene desde lo más profundo de las entrañas cuando el club de tus amores hace un gol. Era increíble el aguante que tenía. La gente estremecía gritando y festejando, y él allá, en la popular visitante, como si nada pasara.



Y mirá que no era de esos hinchas que mucho no les interesa el equipo, o el fútbol. No, hermano. Yo lo conocía desde antes y era fanático, fanático. Mirá, el vago empezó vendiendo choris en la esquina de mi casa, acá a dos cuadras de la cancha, sobre calle Sucre. Entonces, yo siempre antes de los partidos pasaba por su puestito, me compraba un “combo del campeón” (un chori y una gaseosa de medio litro, caliente), me lo comía ahí charlando con este pibe y después partía para el estadio. Al ratito de que empezaba el partido lo veía que entraba a la popu, se quedaba ahí nomás, agarrado del alambrado al ladito de la puerta (cosa de que cuando termine el match salga primero) y puteaba. Porque el loco ni cantaba ni alentaba, eh. Solamente puteaba, los ochenta y pico de minutos que estaba en la cancha. ¡Y cómo puteaba ese cristiano! Tenía una labia y una capacidad especial para eso. Una vez hasta hizo reaccionar al enganche de Rafaela que, harto de las puteadas que se comía cada vez que iba a patear el corner, agarró uno de los micrófonos esos que ponen los de la tele y se lo sacudió, y, obviamente, lo expulsaron a la mierda. En fin, después, cuando volvía a casa, por ahí lo encontraba en el camino y hablábamos un ratito sobre el partido. Hasta que llegábamos al puestito, que lo cuidaba su hermano cuando él no estaba, y empezaba a rematar los pocos choripanes que le quedaban.

Pero unos años después las cosas cambiaron. El hermano tuvo familia y el loco le dejó el puesto, porque total era soltero, y sabía que otra changa iba a encontrar. Y ahí nomás al tiempito entró de cocacolero. Como conocía al capo que maneja la venta de bebidas en la cancha, apenas hubo una vacante lo pusieron. Pero, eso sí, no todo fue color de rosas, el lugar que quedaba libre era el peor, el que ningún cocacolero quiere agarrar…la popular visitante. Por supuesto que, al principio, mucho no lo convencía. Pero cuando vio que él sólo laburaba ahí y que, por lo tanto, vendía una banda y le quedaba mucha guita, le empezó a encontrar el lado positivo. Además entre que ya no tenía muchas ganas de seguir puteando en la popular, porque estaba más grande, y que odiaba la platea, porque decía que los de ahí eran todos pechos frío, se dio cuenta que había encontrado el lugar ideal para combinar su trabajo y su pasión.

Fue desde entonces que se transformó en “el cocacolero mudo”. Así lo apodaron los muchachos de las hinchadas visitantes. Porque el loco no hablaba, con nadie, ni siquiera para gritar “gaseooosas” o para decir cuanto salían. Nunca les dirigía la palabra. Y después de 20 años de mantenerse en absoluto silencio ya se había convertido casi en un mito.

Pero a nosotros si nos hablaba, eh. Es más, en un asado que hizo el club para los hinchas, fue y nos contó sus verdades. Primero, explicó que cuando trabajaba no esbozaba palabra porque tenía miedo de que se le salga la cadena, que los cague puteando a todos y que, por ende, lo revienten a trompadas. Y, segundo, nos confesó lo que hacía cada vez que hacíamos un gol. Hermano, era un esfuerzo casi sobrehumano el que hacía el vago. Cuando escuchaba el aturdidor grito de toda nuestra gente, se quedaba quieto en el lugar, totalmente inmóvil. Agachaba la cabeza, cerraba los ojos, apretaba los labios con todas sus fuerzas, estrujaba los billetes que tenía en la mano que le quedaba libre (porque con la otra sostenía la bandeja de las gaseosas). Juntaba las piernas, y las fruncía desde el culo hasta los gemelos, y se quedaba así. Casi en un estado de transe, hasta que descargaba la indomable adrenalina que le corría por las venas.

Desde ese día se ganó mi admiración y la de casi todos los que estábamos presentes. La verdad que el tipo tenía uno de los laburos más difíciles que existen. Porque te juro que prefiero poner el lomo, en el campo, juntando las cagadas de las vacas dieciséis horas diarias, que tener que comerme semejante garrón. Pero él ya había demostrado que se la podía bancar lo más pancho. Imaginate que estuvo haciendo eso más de treinta años, ya la tenía bien junada.

Pero, ¿Qué querés que te diga? El loco no tuvo suerte. Porque es la verdad, hermano, tuvo menos leche que la familia Kennedy. Decime vos si teníamos que tener la primera chance seria de salir campeones en nuestra vida, jugando la última fecha de local, contra los que venían segundos a un punto y que, encima, estaban re calientes porque en la ida había habido quilombo entre las hinchadas y les habían robado tres trapos.

¿Sabes lo que era la cancha ese día? Impresionante. Y ni te cuento la popular visitante, estaban todos re sacados. Querían rompernos el culo, darnos la vuelta en nuestra cancha y en nuestra cara y cagarnos la vida para siempre. O, de lo contrario, iban a buscar roña para recuperar las banderas. Así que, te imaginarás que el ambiente de trabajo para este tipo no era el adecuado, ni mucho menos.

Empezó el partido y por un buen rato todo estuvo bien, sin sobresaltos. Pero no va que a los cuarenta y dos del primer tiempo el cinco de ellos la agarra en tres cuartos y nos clava un bombazo de treinta metros en el ángulo. ¡Sabés cómo se pusieron esos hijos de puta! Empezaron a cantarnos gastadas de todos los colores. Que éramos unos cagones, que la vuelta iban a dar, que arrugamos y…bueno, no quiero seguir nombrándolas porque me vuelve esa sensación horrible que tuve en ese momento.

La cuestión es que, si a mi me daban ganas de cagarlos a tiros a todos estando a ciento y pico de metros de distancia, sacá la cuenta la bronca que tenía el cocacolero, que estaba ahí escabullido entre todos esos salames que nos sobraban, nos forreaban y, sobre todo, nos puteaban. Se los debe haber querido comer crudos, uno por uno.

Y mirá porqué te digo que el loco tuvo mucha mala suerte: a los cuarenta y seis del segundo tiempo, cuando ya todas nuestras esperanzas estaban casi esfumadas, cuando nuestras ilusiones estaban a punto de hacerse pedazos y transformarse en decepción y dolor, apareció un centro que no sé ni de dónde salió y un cabezazo heroico puso el empate.

Y ahí, obviamente, la locura total. El “cocacolero mudo”, en el medio de la popular visitante, cuando todos a su alrededor se querían morir, revoleó la bandeja de las bebidas a la re mierda, movió como a diez tipos de un topetazo para hacerse espacio, saltó lo más alto que pudo, se colgó del alambrado y, derribando el mito de un plumazo, gritó ese gol hasta atragantarse. Fue como si todos los gritos que se tragó por treinta y tres años se hubieran juntado en ese. Hasta a mi me pareció escucharlo, que estaba del otro lado de la cancha, les juro.

Y bueno, viejo. Ya se, le costó muy caro. Era un buen tipo y…ojala que en paz descanse. Pero el tipo se lo merecía, hermano… ¡la puta que se lo merecía!

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