miércoles, 17 de marzo de 2010

Atlético y Biblioteca

Continuando con esta sección, hoy presentamos un cuento escrito hace ya casi un par de años en el que "los hechos y coincidencias con la realidad NO son pura coincidencia". Que lo disfruten.

ABRAZO DE GOL (Por Joaco Palazzesi)

Aquel día me levanté temprano, a las 6. Bah, en realidad, a esa hora decidí salir de la cama, porque no podía dormir desde hacía rato. Dos horas antes me había llegado un mensaje de Tito, decía que lo llamara cuando yo me levantara, se ve que había salido y tenía miedo de quedarse dormido.

Con los párpados de los ojos queriendo evitar la luz me cambié, me lavé la cara, puse a calentar agua para un café, acomodé la pieza, fui al baño, volví. Estaba inquieto, indeciso, el tiempo no pasaba.
 Quemándome la lengua con el café caliente que había preparado miré el reloj, todavía faltaba una hora y media para el colectivo, pero no quería ni que asomase la posibilidad de perderlo por llegar tarde. Además siempre fui demasiado puntual, digo demasiado porque generalmente llego antes de algún horario establecido. Que raro, porque no me gusta esperar.




Antes de salir, me aseguré de no olvidar nada, sobre todo, el pasaje y la camiseta, esa que estuvo conmigo en los momentos más felices, que recorrió tantas canchas y kilómetros, y que no podía faltar en esta ocasión. También llevé puesto el pantalón con el que habíamos salido campeones el año pasado, el calzoncillo rojo y las Topper de lona blancas.

Recién pude tranquilizarme –un poco- cuando subí al bondi, porque a esa hora pasan poco. Para colmo, hacía un frío bárbaro y yo en remera y pantalón que por poco pasaba las rodillas.

Cuando llegué a la Terminal empecé a pensar en lo que vendría. Me quedé charlando un rato con el flaco de Urquiza y mientras completaba un formulario para hacer una tarjeta de esas que acumulás puntos lo vi a Pepe llegar con una cara de dormido que espantaba las moscas.

-Comienza la ilusión –me dice casi antes de saludarme-. No se vos, pero yo tengo una fe terrible.
-Ni hablar, yo también, sino me hubiese quedado durmiendo –le respondí-.

Faltaba de llegar Tito, dudaba si se habría despertado, porque no contestó los dos llamados que le hice.
-Mirá si no viene, me voy a sentir culpable todo el viaje –me dije a mi mismo-.
Pero no, lo vi a lo lejos entrar. Cuando nos vió levantó el brazo y comenzó a moverlo con movimiento y ritmo de cancha, entonando una canción que no llegaba a escuchar.

Nos subimos al colectivo de las siete y media y partimos.

A las cuatro y media de la tarde era la cita. El partido de vuelta de la segunda fase del torneo. En la ida habíamos empatado y la verdad, nuestras chances de ganar eran pocas, porque allá ellos se hacen fuertes, y encima es una cancha jodida, en las afueras de la ciudad.

En dos horas habíamos llegado a nuestra ciudad, casi en la mitad del camino. Si, a nuestra ciudad, porque nosotros, como tanto otros, al terminar la secundaria nos fuimos a estudiar a la ciudad grande. Pasó rápido, claro, no parábamos de hablar, del partido, de los viajes que habíamos hecho, del rival que nos tocaba si pasábamos de ronda, etc. Ahí se bajó Pepe, porque se iba en auto no me acuerdo con quien. Con Tito seguíamos, al ratito me dijo que iba a dormir un rato y yo aproveché para estudiar algo. Es raro estudiar cuando estás viajando a ver un partido, pero no tenía otra alternativa, el lunes rendía Álgebra y esa era la condición para poder viajar. Hasta el día anterior no había confirmado mi presencia. A mis viejos no les convencía mucho la idea de viajar un miércoles, volver en el mismo día, a días de un examen de la Facultad, ir a ver un partido a un barrio –decían- peligroso, etc. Pero los convencí, yo había ahorrado para esto, les dije que podía estudiar en el viaje, que mis amigos me habían dicho que el barrio no era tan peligroso como se decía y además se jugaba de día. El partido iba a jugarse el domingo anterior, pero algún problema con la policía obligó a que se jugara el miércoles, que era feriado.

En otra ciudad más adelante, paramos 15 minutos, bajamos a comer algo porque ya era casi mediodía. Un muchacho me preguntó de qué cuadro era mi remera, le resultaba familiar por alguna similitud con un club local. Conversamos un rato mientras comíamos un sándwich de milanesa realmente desagradable, nos preguntó de todo, creo que si tenía unos pesos más se venía a ver el partido con nosotros.

Llegamos a destino, hacía mucho que no iba a aquella ciudad. Llamamos a algunos amigos para ubicarnos un poco y salimos caminando. Los chicos viven ahí cerca de la Terminal, ya se habían juntado varios de los que estudiaban ahí que iban a la cancha y nos estaban esperando. Cuando nos ven, nos gritan:

-¡Ahí están! Mirá los dos locos que se vinieron para ver el partido –nos recibieron en la puerta del edificio donde vivía uno de los chicos, porque teníamos que irnos y ya era tarde-.

Fuimos a esperar el colectivo a la esquina, y después de un rato, llegamos a la casa donde se habían reunido a comer un asadito otro grupo de hinchas. Tomamos algo y nos fuimos para la cancha, después de tanto viaje, faltaba el último y más corto tramo. Fuimos en algunos autos de los que estaban haciendo la previa ahí y estacionamos en un hipermercado que estaba a la vuelta de la cancha, porque no era el día indicado para corroborar la seguridad del barrio. En el estacionamiento nos encontramos con más gente amiga que iba llegando, de a poco iba encontrando a mis amigos de siempre, de mi barra, esos 5 que vamos siempre a todas las canchas, donde sea.

Llegamos a la entrada, sorpresivamente para locales y visitantes era la misma, raro de ver, pero como debería ser. Sacamos las entradas a la vuelta y entramos. Entraba más y más gente, llegaban las banderas, bombos y la tribuna se fue pintando con nuestros colores. La tribuna era alta, nunca habíamos visto un partido desde tan arriba, salvo aquellos que se trepan a los árboles o torres de luz en algunas canchas. Aparecieron los paraguas a rayas verticales y ya estaban colgadas del tejido las banderas que se ven todos los domingos.

El partido empezó a horario, comenzó a sonar el bombo y la hinchada no paró de cantar durante el transcurso del partido. Empezamos ganando. Tiro libre, la pelota cruza el área y casi sobre la raya la cabeza de nuestro defensor central, el hombre de los goles importantes, descoloca al arquero. Uno a cero y nuestros corazones se aceleraban hasta igualar el ritmo de los tambores. El partido era movido, nadie quería regalar nada. Pero si, después del gol se va expulsado un jugador del local, era nuestra tarde, no se nos podía escapar el partido.

El segundo tiempo fue distinto, ellos entraron con una actitud demoledora que nos tomó por sorpresa y en un abrir y cerrar de ojos el partido cambió rotundamente. Se nos venían, ellos tenían el control del juego y el mal estado del campo de juego ayudaba a nuestros jugadores a equivocarse. Llegó el empate, a los diez del segundo tiempo más o menos. Veinte minutos más tarde, cuando nos dieron vuelta el partido, se nos vino todo abajo. Las sonrisas, que ya se habían disipado con el empate, se transformaron. Pero todavía faltaba mucho, en realidad no tanto, pero había que pensar eso para tener alguna posibilidad de empatar. Ellos transformaban los segundos en minutos, haciendo correr la pelota y demorando en cada ocasión posible. Cambio en el visitante, faltaban diez minutos, y cada vez menos. La pelota iba de un lado al otro, los nuestros presionaban, no podíamos perder, estábamos quedando afuera del torneo. Por un lado, hacía casi dos décadas que no jugábamos un torneo de AFA, y llegar a esta instancia no estaba nada mal, habíamos ganado el grupo invictos y eliminado ya a otro rival, pero con esa actitud conformista no se puede lograr nada, no así habíamos llegado hasta donde estábamos. Faltaban cinco minutos para el final del partido, para el festejo de los locales, cuando el recién ingresado, de zurda y sin controlar la pelota, conecta un disparo desde afuera del área que besaría el ángulo superior izquierdo dejando sin chances al defensor de los tres palos, ahogando los anticipados festejos locales y desatando nuestra locura.

Ahí fue cuando con Tito nos estrechamos en un abrazo inolvidable que hasta el día de hoy seguimos recordando. Fue un impulso, una descarga de emociones, sobre todo, la alegría de estar presente y poder guardar en la memoria esa imagen. Me hubiese gustado fotografiarla, la tribuna colmada de euforia por esos casi doscientos enfermos que fuimos aquel día, abrazados con el más cercano, algunos corriendo desaforadamente, subiendo y bajando escalones, gritando al cielo ese gol inolvidable que nos mantenía todavía vivos.

Al ratito terminó el partido. Era la hora de los penales, del sufrimiento agudo y la emoción extrema: victoria o derrota. Me dí vuelta y miré a mis amigos, estaban tan nerviosos como yo, pero teníamos fe. Comenzó la serie desde los doce pasos. La sucesión de remates dieron a nuestro goleador, el enamorado del gol, como le dijo alguien alguna vez, la oportunidad de transformar el último penal en victoria, de hacer valer cada uno de los kilómetros que hicimos para llegar hasta acá, de lograr que no nos olvidásemos de ese partido… y no nos falló.

Imaginarán la alegría y los festejos tras la victoria, eso no hace falta que se los cuente, ustedes también miran fútbol.

El viaje de vuelta fue más aburrido, porque volví sólo. Llamé a mi abuelo para contarle todo, porque sabía que se iba a poner contento si lo llamaba y no me equivoqué, noté aquella vez en su voz esa alegría que yo mismo sentía y le pude transmitir. Me puse a estudiar, el colectivo venía casi vacío y tomé cierta comodidad. Difícil era concentrarme, más aún sabiendo que el domingo jugábamos otra vez, de local. Pero esa es otra historia.



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